La
vida del artista no es fácil. De verdad, no lo es. A pesar de que a
muchos les parezca envidiable y poco meritorio dedicarse a crear, así,
en general, el suyo se trata de un recorrido vital agotador entre
fuertes tensiones enfrentadas.
Durante
su infancia suele descubrirse en él (seamos heteropatriarcales y
pongamos que nuestro artista imaginario es un varón) una mirada
diferente, una mente creativa, un razonamiento original. Es decir: un
niño raro. Y todos estamos de acuerdo en que la rareza se paga cara en
las aulas.
Superada la infancia, superada (si alguien lo hace realmente)
la pubertad, el artista adolescente respira hondo y comunica a sus
padres que quiere vivir de su vocación, echando por la borda los planes
de futuro brillante y estabilidad financiera que todo padre alberga en
el rincón más burgués de su corazoncito. Soportando las advertencias
familiares cada Navidad, las comparaciones con primos ingenieros y la
secreta incertidumbre sobre la decisión tomada, nuestro joven persevera,
se matricula en Bellas Artes y se entrega en cuerpo y alma a las musas.
Le esperan noches sin dormir poniendo en duda su talento, la búsqueda
de un lenguaje propio para un ámbito donde, más que nunca, no hay nada
escrito, el dominio de la técnica, la elección de los maestros a los que
imitar o rechazar… ninguna formación exige tanta carne en el asador y
el artista la pone toda, se juega a sí mismo. O debería.
Pero un día llega al final, se licencia. Ha terminado. Es un artista.
¿Y bien? En efecto, el vacío.
Si
las oportunidades laborales para recién licenciados se han reducido
dramáticamente durante estos años de crisis, la situación de los alumnos
de Bellas Artes es trágica. Se trata de uno de los tres sectores con
mayor índice de paro actualmente, después de arquitectura/construcción y
agricultura, ganadería y pesca. Artista, pues, se nace y se hace, pero
¿cómo se alimenta?
Intenten
trazar mentalmente los canales principales de negocio para un joven
artista autónomo. ¿Quién compra arte? ¿Cómo se accede a esos
compradores? ¿Dónde se dan a conocer las ofertas de trabajo en el campo
de la creación artística? ¿Existen tales ofertas? ¿Cómo encontrar un
estudio por un precio razonable? ¿Cómo tasar las propias obras? ¿De qué
forma se encuentran nuevos clientes? Por no hablar de la contabilidad,
un plan de negocio y demás temibles desconocidos. Se trata de preguntas a
las que responde la experiencia, pero ¿cómo alcanzar esa experiencia
sin ayuda? En el plan de estudios que ofrece la Universidad Complutense
de Madrid, por ejemplo, no se encuentran asignaturas específicas que
preparen al estudiante para el mundo laboral, ni prácticas que les
ayuden a situarse de forma realista ante los compromisos comerciales
derivados de la necesidad de comer tres veces al día. El artista,
además, admitámoslo metiéndonos de lleno en un tópico no del todo
ficticio, no presenta el perfil más adecuado para las finanzas. Se
trata, en resumen, del licenciado más necesitado de orientación
empresarial del campus. Y no la tiene.
Hace
siete años, la Fundación Banco Santander convocaba un concurso de
fotografía y de diseño para estudiantes. Era aún algo innovador, además
de una forma de estimular a los jóvenes creadores en un país en el que
la única posibilidad era crecer, y la amenaza de la crisis solo era
perceptible para los expertos: sobraban campos en los que invertir. Pero
en los últimos años las instituciones culturales han sentido la
hecatombe económica de dos formas. La primera es directa, a través de
los recortes que han convertido la supervivencia del sector en un reto
—uno de los nuevos programas (marzo 2014) de la Fundación consistirá en
pagar el sueldo de un trabajador de una institución cultural, para dar
una idea de las carencias—.
La segunda es más interesante y con consecuencias más profundas —quién sabe si positivas—
en la forma en la que nuestra sociedad entenderá la cultura cuando la
crisis no sea un problema. Es sencillo: cuando el dinero sobra y es de
todos, se gasta en cualquier ocurrencia. El arte contemporáneo es,
además, esa cosa con plumas que nadie entiende pero que aporta
prestigio, así que nunca está de más una exposición de neones y palés.
Pero cuando el dinero falta hasta a quien nunca se preocupaba por él y
vuelve a ser de todos los que lo vamos aportando impuesto a impuesto,
recortando vacaciones, gasolina, metros cuadrados y horas de sueño, algo
cambia. El público recuerda que es ciudadano y exige que su dinero (sea
por parte del Estado o de su banco) se use de forma responsable.
Fragmento de el artículo
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